A los amantes absolutos de la música les habrá enorgullecido y emocionado el hecho de que en apenas veinte días de margen se hayan publicado dos de los discos más importantes de los últimos años en nuestro país. Son dos artistas que se han ganado, desde el folclore, el pop y el rock, ser referentes y un ejemplo para las generaciones de artistas que vendrán detrás. Desde el preciosismo, pero sobre todo desde el dolor, con esa búsqueda incansable de herramientas para sobrellevarlo y con ese instinto natural de querer salvarse, desde la sinceridad y la desnudez artística. Tanto Valeria Castro como Leiva han conseguido crear sendos trabajos de un nivel emocional que no imaginábamos, con conexiones clave con Mexico en ambos casos, y ahondando en la sencillez vocal e instrumental desde lo complejo. En el caso de El cuerpo después de todo, la artista de Los Llanos de Aridane lleva a cabo un ejercicio súper bonito de autocuidado, de perdonarse a sí misma, en ese viaje tan nítido de recuperación tras una pérdida. Canciones irrepetibles como La pérdida, Sentimentalmente, o la canción que da nombre el disco reflejan a la perfección ese don único de escribir a flor de piel. Valeria contó en la producción con Carles Campi Campón, arreglos de Dan Zlotnik entre otros tantos magníficos, y los refugios fueron la Casa Talisio en Madrid y el Estudio Continuo en CDMX. Otro lugar donde resguardarse fue la voz de Silvia Pérez Cruz en Debe ser, la enésima maravilla de un álbum histórico. Incluso está María de la Flor en los créditos, entre otros lujos.
Leiva contó en Gigante con la colaboración estelar de Robe, que por cierto, se lo puso mucho más fácil de lo que podía prever, para sacar adelante Caída libre, irremediablemente uno de los grandes temas del álbum junto a Ángulo muerto o al ‘revoltoso’ El polvo de los días raros. Es injusto, dicho esto, hablar de unas pistas sobre las demás en un disco que carece de altibajos y que pone todo el alma en el asador para liberarse y sacar a la palestra la ansiedad, las oportunidades perdidas o el miedo escénico, con el objetivo de revisarse a sí mismo. Es el primer paso para sanarse y crecer. Con puntillas sabineras, el de la Alameda de Osuna se revuelve entre los temas sociales, el desamor y el siempre complicado ejercicio de hablar de sí mismo incluso con dureza, como ocurre en Leivinha. Hay riffs, hay un toque americano que se cuela entre su reconocible universo pop, y en esto quizás tengo mucho que ver la producción de Carlos Raya y su habitual equipo de ensueño formado por César Pop, su hermano Juancho y Ovidi Tormo de Los Zigarros. Son dos discos sanadores y gigantes, después de todo, y es increíble compartir presente con ambos artistas.
